9 de febrero de 2017

Un día de mierda.

Un día te levantas por la mañana, abres la persiana y te tropiezas con la botella de Vermouth que tú solo decidiste beberte para dormir si no más acompañado, más calentito. Miras por la ventana y el día es gris, tú nunca amaste el gris, así que el cielo ya te dice que será un día de mierda, pero no como la canción de Sidonie, esa en la que la pizza está quemándose en el horno. No, tú día será un auténtico día de mierda. Entonces, te entra el frío y te pones la bata que cariñosamente tu madre te regaló hasta que reparas en que ¡Mierda! Tiene una mancha del café que te tomaste hace unos días. Así que con el pelo revuelto, con la bata manchada de café, un frío que cala y el color gris haciendo estragos en tu cara aún dormida, te decides a salir de la habitación. Pero como el día no tiene pinta de mejorar, con la misma que sales, vuelves a entrar y te quedas en la cama esperando sin esperanza, porque hoy no es ningún día. 

Y es que incluso después de tocar fondo descubres que había más. Incluso después de que se apaguen las luces te das cuenta de que hay más oscuridad. Aunque para oscuro, tu corazón. El mismo que lleva desconectado, muerto, seco, frío, hecho cenizas, añicos y pedazos, desde entonces. Desde que se olvidaron de él. Aunque aquí ya no importa quién fue el último, sino quien no volverá a ser el siguiente. 


Por eso, nos aferramos al dolor, porque a veces es lo único que nos queda.